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Lo que promete la Resurrección de Jesús es que las cosas siempre pueden ser nuevas otra vez. Nunca es demasiado tarde para volver a empezar. Nada es irrevocable. Ninguna traición es definitiva. Ningún pecado es imperdonable. Podemos sobreponernos a todas las formas de muerte. Podemos redimir todas las pérdidas. Cada nuevo día es virgen.
La resurrección nos asegura que Dios nunca nos da por perdidos, incluso si nosotros mismos nos damos por perdidos; que podemos recuperar la inocencia y dejar atrás la amargura. En un esquema en el que Jesús perdona a los que lo traicionan y Dios resucita a los muertos, podemos comenzar a creer que al final todo estará bien, incluso nuestras propias vidas.
Sin embargo, el desafío de vivir esto no consiste sólo en creer que Jesús resucitó físicamente, sino también, y quizás más importante, en creer que sin tener en cuenta nuestra edad, nuestros errores, nuestras traiciones, heridas y muertes, podemos empezar de cero cada día. No importa lo que hayamos hecho, nuestro futuro aguarda repleto de maravillosas nuevas posibilidades. La resurrección no es cuestión de un solo día después de la muerte, cuando resucitemos de entre los muertos; se trata de resucitar cotidianamente de las muchas pequeñas tumbas en las que tan a menudo nos encontramos. Somos humanos y no podemos evitar sucumbir a la depresión, amargura, pecado, traición, cinismo y al cansancio que llega con la edad. Como Jesús, también nosotros tendremos nuestras crucifixiones. Nos aguarda más de una tumba. Sin embargo, la fe en la Resurrección nos invita precisamente a vivir más allá de todo eso. John Shea lo dijo muy adecuadamente: ¡La Resurrección no nos enseña a vivir, sino a volver a vivir, una y otra y otra vez!